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Enmarcando la cuestión indígena en Argentina

Un recorrido por las políticas indigenistas* a través del tiempo


Fotografía tomada por la autora en Humahuaca (Jujuy) en junio 2024


Introducción—En el parque “Los Andes” de Chacarita, Buenos Aires, hay un monumento con el mismo nombre  que representa a tres hombres de diferentes naciones indígenas—los selk’nam, los tehuelche y los calchaquí—provenientes respectivamente del sur, centro y norte de lo que hoy muchos llaman Argentina. Aunque la estatua fue realizada en 1941 por el escultor argentino Luis Perlotti, comúnmente se cree que  fue creada para conmemorar el primer malón de la paz, una delegación indígena que, en 1946, caminó desde la provincia norteña de Jujuy hasta Buenos Aires para pedir al gobierno federal, entonces liderado por Juan Domingo Perón (1946—1955), títulos de propiedad sobre sus tierras. Por eso, la gente a menudo se refiere a la estatua como “El Malón de la Paz” en lugar de usar su nombre real, “Los Andes”. De esta manera, el monumento—originalmente alzado para celebrar las raíces indígenas idealizadas de un país blanqueado—adquirió un nuevo significado político, convirtiéndose en un símbolo importante de la existencia, resistencia y acción política de las naciones indígenas en un país que, heredero de la invasión colonial española[1], ha ido construyendo su identidad nacional sobre aspiraciones de blanquitud y europeidad desde finales del siglo XIX.

A principios de diciembre de 2023, la estatua fue vandalizada y el brazo del hombre selk’nam, que sostenía un arco, fue mutilado. Para dar un poco de contexto, Javier Milei había sido elegido nuevo presidente de Argentina el 19 de noviembre y asumiría el cargo el 10 de diciembre, fecha que coincidía con el 40º aniversario del regreso a la democracia tras la última dictadura (1976—1983). Unos meses después, mientras llevaba a cabo mi trabajo de campo inicial en Buenos Aires, Sisamedio —una plataforma indígena dedicada a la “comunicación antirracista para que las voces indígenas obtengan poder político”—compartió el mensaje de personas indígenas que viven en capital, quienes convocaban un encuentro en el parque Los Andes en ocasión del día del indio americano para discutir las posibles razones de la vandalización de la estatua y explorar estrategias para reaccionar a este acto.

Parte de las personas presentes argumentaban que la mutilación era la última demostración de las prácticas racistas que el Estado argentino ha llevado a cabo contra los pueblos indígenas desde su fundación, mientras que otras sostenían que el racismo no tenía nada que ver con este hecho especifico, o que al menos no era el factor principal que lo había originado. En su opinión, la vandalización apuntaba más bien a la tremenda crisis económica que atraviesa el país[2], y sugerían que el brazo mutilado podría haber proporcionado una cantidad considerable de cobre para vender y así obtener beneficio económico. Ambas partes coincidían en que una razón no excluía necesariamente a la otra y que, cualesquiera que fueran las causas reales, era necesario elaborar estrategias para contrarrestar las prácticas racistas y coloniales en Buenos Aires, que un participante mapuche[3], nacido y criado en la capital, definió como “el epicentro de la colonización” y de su perpetuación en la época actual.

Lejos de ser casos aislados de encuentros cotidianos con “el Estado”, los principales puntos planteados en la discusión—el racismo, la crisis económica y el colonialismo—son partes integrales o subproductos del proyecto de “desarrollo” llevado adelante por la clase dominante desde los primeros días del Estado-nación argentino, fundado en 1816. De hecho, la visión inicial de un orden liberal fundado en la libertad y la igualdad[4] fue pronto reemplazada por la narrativa de una guerra entre “civilización” y “barbarie” (Lenton 2010). La Generación del 37, un movimiento intelectual centrado principalmente en Buenos Aires, desempeñó un papel significativo en la celebración—y la romantización—de esta lucha, que sirvió de fundamento para la misión de llevar la “civilización” a un supuesto “desierto” (Lenton 2010). El proyecto civilizador llevado a cabo por las elites europeas se lograría reemplazando a la población indígena con inmigrantes europeos, y transformando el “desierto” en tierras cultivadas para satisfacer las crecientes demandas del mercado europeo, del cual la economía nacional dependía fuertemente.

El monumento vandalizado, su resignificación política como homenaje al primer malón de la paz y la resignificación del propio malón, ocurridas a lo largo del tiempo, son expresiones de esta historia en conflicto, materializaciones de narrativas hegemónicas y contra narrativas sobre el papel de los pueblos indígenas y el Estado-nación argentino en este “desierto” en disputa. Este artículo se centra en los múltiples intentos del Estado argentino por enmarcar, dar forma y contener la “cuestión indígena”, analizando las leyes, prácticas y discursos mediante los cuales las demandas indígenas han sido abordadas, expresadas y silenciadas por el propio Estado. Por lo tanto, se centra principalmente en la construcción de una sola versión de la historia, la del Estado, mientras que las voces indígenas en la construcción de esta historia serán abordadas con mayor atención en futuras publicaciones. Este primer artículo tiene como objetivo proporcionar a los lectores no expertos un conocimiento general sobre el marco legal y político a nivel federal, dentro del cual esta disputa política, que es también epistemológica y existencial, se ha ido desarrollando a  lo largo del tiempo.

Civilización vs. barbarie: el surgimiento de un proyecto nacional blanco—El término “malón”—que en mapuzugun se refiere a la idea de ir y volver[5]—aparece en la historia argentina para describir los ataques indígenas contra los colonos europeos a lo largo del siglo XIX, realizados en respuesta a la guerra de fronteras iniciada por el gobierno argentino para controlar y expandir las fronteras del naciente Estado-nación. Estas expediciones—financiadas por terratenientes que recibieron miles de hectáreas como recompensa por su apoyo económico (Gordillo 2020; Radovich 2014)—culminaron en las mal llamadas “Conquista del Desierto” (1879) y “Conquista del Chaco” (1884). Ambas campañas fueron lideradas por Julio Roca, quien hoy sigue siendo celebrado como uno de los próceres de Argentina. Entre 1879 y 1911, las campañas militares en la Patagonia y el Chaco resultaron en la anexión de más de 60 millones de hectáreas al territorio del Estado-nación argentino (Ruiz Díaz 2024). 

El avance militar resultó en el asesinato de miles de personas indígenas. Los que sobrevivieron al genocidio fueron trasladados a campos de concentración como la isla Martín García. Las deportaciones fueron masivas y, en su mayoría, se realizaron a pie, cubriendo grandes distancias (Delrio 2018). Muchas personas murieron debido al hambre o por enfermedades. Aquellos que lograron sobrevivir fueron forzados a trabajar como mano de obra semi esclava en la zafra azucarera del norte o en la extracción de piedra y arena en la isla Martín García; entregadas como servicio doméstico a familias acomodadas en áreas urbanas; o incorporadas al ejército nacional o a la marina, en el caso de los hombres (Delrio 2018; Papazian y Nagy 2018; Ruiz Díaz 2024).

La producción artística de esa época reforzó la dicotomía entre civilización y barbarie, adhiriéndose a los discursos políticos que demonizaban a los pueblos indígenas y los reducían a “salvajes en extinción”, mientras glorificaban las expediciones militares como misiones civilizadoras. Numerosos cuadros de esta época representan a personas indígenas como hombres armados y feroces que galopan a caballo, afanados por matar a los hombres blancos y secuestrar a “sus” mujeres. En marcado contraste, los soldados argentinos son representados de manera estática y ordenada, alineados en filas dentro de un paisaje desértico ideológicamente construido. Esta narrativa sugería que los pueblos indígenas estaban relegados al pasado, negándosele un lugar en el presente y el futuro del naciente Estado-nación (Lenton 2010).

Siguiendo el lema alberdiano “gobernar es poblar”, la constitución federal de 1853 reflejaba el proyecto nacional de blanquitud. De hecho, el texto constitucional promovía la inmigración de individuos europeos dispuestos a “cultivar la tierra, potenciar las industrias y enseñar las ciencias y las artes” (Art. 25), mientras asignaba al Congreso la responsabilidad de mantener “el trato pacífico con los indios y promover su conversión al catolicismo” (Art. 64.15). Considerados como obstáculos para este proyecto nacional—conceptualizado por Gordillo (2020) como la “Argentina Blanca”[6]—los pueblos indígenas debían ser borrados a través del exterminio o la asimilación. Con este fin, fueron tratados simultáneamente como objeto de indagaciones sociológicas y exhibiciones museológicas, que predicaban el mito de su extinción definitiva[7] y como sujetos de políticas indigenistas orientadas a su asimilación mediante el trabajo y la religión (Lenton 2010). 

Intentos estatales de asimilación a través del trabajo y la “reparación”—A comienzos del siglo XX, el centenario de la independencia de Argentina impulsó una reflexión sobre la identidad nacional. El papel de los pueblos indígenas en la Argentina contemporánea formaba parte de ese debate: una vez más, los pueblos indígenas fueron relegados al pasado, reconociéndose las raíces indígenas de los argentinos solo en términos biológicos, mientras que los grupos indígenas contemporáneos eran representados como poblaciones al borde de la extinción (Lenton 1997). Su supuesto atraso fue visto como una amenaza para el progreso de la sociedad argentina, y debía ser erradicado mediante su integración al mercado laboral (Lenton 1997). 

En los territorios nacionales de Chaco y Formosa este proyecto político se tradujo en la creación de un sistema de reducciones estatales que funcionaron entre 1911 y 1955 y que tenían como objetivo sedentarizar, disciplinar y controlar a los pueblos qom, moqoit, pilagá y wichí (Ruiz Díaz 2024). A través de ellas, se logró reubicar a la población indígena en áreas designadas, facilitando la anexión de territorios supuestamente abandonados, convertidos en tierras fiscales del Estado-nación (Apaza 2007). En este respecto, Musante (2018) señala que el sistema de reducciones “no puede ser analizado sin considerar su contemporaneidad con las campañas militares en la zona, con la privatización de los territorios a través de la entrega de tierras a grandes terratenientes y con el auge económico de ingenios y obrajes y la consiguiente necesidad de mano de obra barata”. 

La Unión Cívica Radical, en el poder desde 1916 hasta 1930, se adhirió al proyecto de asimilación por medio del trabajo llevado a cabo desde principio del siglo XX. Como señala Radovich (2014), las diferencias culturales entre pueblos indígenas y la población dominante fueron confundidas y reducidas a una supuesta desigualdad de los primeros, interpretada dentro de una visión lineal y progresiva del desarrollo. El gobierno federal reforzó la idea de que suprimir las diferencias conduciría a superar las desigualdades sociales y comenzó a implementar políticas que trataban a los pueblos indígenas como sujetos de protección estatal (Lenton 2010). En este marco, se introdujo el concepto de una deuda hacia los pueblos indígenas que requería una reparación histórica y cultural (Lenton 1997). La primera se buscaba alcanzar mediante la lucha contra los latifundios, lo que implicaba una redistribución de tierras y una aplicación más equitativa de las garantías constitucionales y los derechos laborales. Por otro lado, la reparación cultural tenía como objetivo extender los servicios educativos del Estado a grupos que hasta entonces habían sido excluidos (Lenton 1997). 

Sin embargo, cabe recordar que, bajo este mismo gobierno, ocurrió lo que hoy se recuerda como la masacre de Napalpí. El 19 de julio de 1924, el Regimiento de Gendarmería de Línea y la policía fusilaron a más de 700 personas qom y moqoit que demandaban mejores condiciones laborales en la reducción de Napalpí, creada en 1911 en el Territorio Nacional del Chaco. Como menciona Musante, “la masacre de Napalpí fue una consecuencia de las características del sistema de disciplinamiento impuesto desde el Estado y los sectores privados de la región a los pueblos indígenas. La matanza continuó los días siguientes con la policía persiguiendo a la gente por el monte. Los relatos de las personas sobrevivientes son de espanto y crueldad. Asesinatos de niños/as, violaciones, mutilaciones y cuerpos quemados en fosas comunes” (Agencia Tierra Viva 2024).

Durante la Década Infame (1930 – 1946), inaugurada por el golpe de Estado de 1930 liderado por José Félix Uriburu, la cuestión indígena fue relegada a los márgenes de la agenda gubernamental, reapareciendo únicamente en la producción de monumentos al “Indio” y otras formas de homenaje al glorioso pasado de los pueblos indígenas, celebrados como defensores de su territorio contra los conquistadores españoles pero, una vez más, excluidos del presente nacional (Lenton 1997). La escultura de Luis Perlotti “Los Andes” (1941) data de este período. Antes de convertirse en un símbolo de la resistencia indígena en la Argentina contemporánea, la estatua se alineaba con los esfuerzos del gobierno por moldear una historia nacional que distanciara a Argentina de sus vínculos coloniales con España, celebrando las raíces indígenas idealizadas de lo que se creía que se había convertido en un país blanco.

Cabe mencionar que, mediante la ley 12.636 de 1940, el gobierno federal estableció el Consejo Agrario Nacional (disuelto por el gobierno de Juan Domingo Perón en 1948) para optimizar el uso de las tierras cultivables del país. La ley incluía, entre otras medidas, la distribución de títulos de tierras a “los indios del país” (Art. 66), mientras que el decreto que la operacionalizaba—decreto 10.1063 de 1943—especificaba que los lotes de tierra, llamados “colonias”, serían distribuidos según las características de cada grupo indígena con el fin último de facilitar su incorporación definitiva a la “vida civilizada”. Según el decreto, los grupos seleccionados recibirían educación básica e instrucción católica, y las asignaciones de tierras se volverían permanentes después de un período de prueba de 10 años siempre que los beneficiarios demostraran las habilidades técnicas y cualidades morales adecuadas (Dirección de Información Parlamentaria 1991). Finalmente, el decreto establecía que el consejo sería responsable del registro civil de personas indígenas, un paso significativo en las políticas estatales, dado que la mayoría de ellas había permanecido indocumentada hasta ese momento (Lenton 1997; Dirección de Información Parlamentaria 1991). Sin duda, la inclusión de los pueblos indígenas en los registros civiles contribuyó a visibilizarlos en una sociedad que continuaba negando su diferencia, pero también significó una nueva forma de control estatal sobre ellos. En términos generales, fueron tratados como hijos que debían ser educados y como ciudadanos que debían ser “mejorados” a través de la acción paternalista del Estado argentino.

Reformas laborales y políticas de (in)visibilidad en el crisol argentino—Perón, quien asumió el poder en 1946, continuó enmarcando la cuestión indígena como un problema de desigualdad social que debía abordarse mediante reformas laborales. Al presentar la cuestión indígena como una lucha de clases, el gobierno dejó de lado la dimensión racista de la segregación, marginación y despojo de los pueblos indígenas. Aunque es cierto que el Peronismo se alejó de la imagen de una Argentina blanca, adoptando la de un “crisol de razas”, este cambio de narrativa ha sido objecto de interpretaciones diferentes. Por un lado, algunos sostienen que esta celebración de la diversidad quedó confinada a la reivindicación retorica de las raíces indígenas del pueblo argentino cuyo destino seguía siendo la homogeneización a través del trabajo (Gordillo 2020; Lenton 2010). Por otro lado, otros consideran que el primer peronismo impulsó avances significativos en las políticas indigenistas del Estado, que reflejados en el reconocimiento y valorización de las culturas indígenas, así como en la inclusión de personas indígenas en el foro político nacional (Vizia 2023). 

Para respaldar la primera interpretación se evocan frecuentemente dos eventos. El primero es el malón de la paz de 1946, cuando un grupo de casi 200 delegados indígenas, lideraos por un oficial del ejército simpatizante con su causa, caminó desde las provincias de Salta y Jujuy, en el norte del país, hasta Buenos Aires para exigir la emisión de títulos de propiedad de tierras al gobierno federal. Tras ser recibidos brevemente por Perón y algunos miembros del Congreso, los delegados fueron trasladados al centro de recepción de inmigrantes europeos. Unas semanas después, la policía los escoltó hasta la estación de tren, utilizando gases lacrimógenos y violencia para forzarlos a regresar a sus provincias. El segundo evento es la masacre de Rincón Bomba, ocurrida el 10 de octubre de 1947, cuando la gendarmería nacional fusiló a más de 500 personas pilagá, dejando alrededor de 200 desaparecidos (ENDEPA 2024). Según reporta Pagina12 (Aranda 2019), “la represión duró más de 20 días. Los gendarmes persiguieron a los indígenas hasta monte adentro, los fusilaban y violaban a las mujeres. Hubo cientos de detenidos, que fueron trasladados como esclavos a las colonias de Bartolomé de las Casas y Francisco Muñiz” que funcionaron como reducciones estatales desde 1914 y 1934, respectivamente. 

Con respecto a la segunda interpretación, se sostiene que las raíces mestizas de Perón, quien tenía ancestros tehuelches por parte de madre, influyeron en su enfoque hacia la cuestión indígena. En este sentido, se destaca su obra “Toponimia Patagónica de Etimología Araucana”, recopilada en 1934, cuando se desempeñaba como mayor del Ejército, como un indicio de su interés personal por las culturas indígenas. Además, la transformación de la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios en la Dirección Nacional de Protección del Aborigen, mediante el decreto 1594/46, representaría un giro en la política indigenista estatal hacia un reconocimiento más formal de los derechos indígenas, aunque sin abandonar una actitud paternalista. Este cambio también se reflejaría en el nombramiento del mapuche Jerónimo Maliqueo como director de dicha Dirección en 1953. En esta misma trayectoria, se inscribirían la adhesión del gobierno de Perón al Instituto Indigenista Interamericano en 1947 y la reforma constitucional de 1949, que eliminó la referencia al trato pacífico con los "indios" y su conversión al catolicismo en el Art. 67.15.  Si bien esta reforma podría sugerir un avance en la percepción estatal hacia los pueblos indígenas, es importante destacar que las diferencias culturales previamente señaladas en el texto constitucional—por medio de la otrificación de los pueblos indígenas y la supuesta necesidad de su asimilación—ya no son abordadas, quedando simplemente omitidas.

La Constitución de 1949 fue derogada por el gobierno del general Pedro Eugenio Aramburu (1955-1958), quien asumió el poder tras la “Revolución Libertadora”, el golpe de Estado que derrocó a Perón en 1955. El régimen de Aramburu buscó “desperonizar” la sociedad, borrando todo rastro del pasado reciente. Como parte de este proceso, se disolvió el Partido Peronista, se impidió a sus miembros ocupar cargos en la administración pública y se prohibió el uso del nombre de Perón, así como cualquier símbolo o término asociado al peronismo. Figuras como el sociólogo Gino Germani respaldaron "científicamente" algunos de los prejuicios contra el peronismo, como la idea de que Perón había sido apoyado principalmente por “la gente pobre y culturalmente ‘atrasada’ venida del interior” (Adamovsky 2020: 211). Fue a partir de esos años que los peronistas comenzaron a identificarse con la figura del “cabecita negra”, reapropiándose de las críticas de sus opositores y comenzando a “fustigar abiertamente a los sectores medios por su racismo, por sus fantasías europeístas y por su incomprensión de los problemas nacionales” (Adamovsky 2020: 214). 

Mientras tanto, la cuestión indígena comenzó a ganar visibilidad a nivel internacional, lo que llevó a la Organización Internacional del Trabajo a abordar el tema por primera vez a través de la Convención n.º 107 sobre “la protección e integración de las poblaciones indígenas en los países independientes”, que Argentina ratificó en 1959 durante la presidencia de Arturo Frondizi (1958–1962). Tanto Frondizi como Arturo Illía (1963-1966) continuaron con la política paternalista adoptada por sus predecesores. Sin embargo, cabe destacar que en 1966 el gobierno federal llevó a cabo el primer censo indígena nacional, que, aunque viciado desde su inicio, representó el reconocimiento político de la existencia contemporánea de grupos culturalmente diferentes de la población hegemónica (Lenton 1997).

De la represión militar de fuerzas “subversivas” al reconocimiento legal de la diversidad—Durante las dictaduras militares de Onganía, Levingston y Lanusse (1966 – 1973), el gobierno implementó proyectos de desarrollo comunitario dirigidos a grupos indígenas, con el objetivo encubierto de vigilar las fronteras nacionales (Lenton 1997). Estas políticas, desarrolladas en el contexto de la Guerra Fría, reflejaban la Doctrina de la Seguridad Nacional elaborada en Estados Unidos y adoptada públicamente por Onganía en 1964. Dicha doctrina introducía la idea de una frontera no solo territorial, sino también ideológica, que era necesario defender de la amenaza comunista externa y del “enemigo interno” que la encarnaba (Miguez 2013). La clase trabajadora—a la que pertenecía gran parte de la población indígena—fue vista como el principal representante de esta amenaza subversiva que había que disciplinar y erradicar (Lenton 2013).

El breve retorno al peronismo (1973-1976) no significó una ruptura con las políticas represivas implementadas en los años precedentes. Por el contrario, bajo el gobierno de Perón se modificó el código penal, de forma que las huelgas y cualquier acción de los trabajadores que no estuviera respaldada por la burocracia sindical quedaban sujetas a penalización; se  promulgó así mismo la ley 20.480, que sancionaba con prisión la difusión de ideas consideradas subversivas; y se formaron bandas parapoliciales de extrema derecha respaldadas por el poder administrativo, que más tarde se incorporarían al aparato represivo de la última dictadura (1976-1983). 

Las juntas militares que gobernaron el país tras el golpe de 1976 y hasta 1983 llevaron a cabo la desaparición sistemática de miles de personas, que fueron encarceladas, torturadas y asesinadas bajo meras sospechas de “subversión”. Entre los centros clandestinos de detención se encontraba “El Vesubio”, ubicado en el sur de la capital, a orillas del río Matanza, el cual tras la transición a la democracia, fue transformado en un espacio de memoria. Vale la pena señalar que, aunque el origen del nombre del río sigue siendo incierto, se cree ampliamente que fue nombrado así por la expedición española liderada por Pedro de Mendoza en el siglo XVI, que resultó en la matanza del pueblo querandí que habitaba esa zona. El río permanece como testigo de diferentes experiencias de violencia y de distintas etapas de la lucha continua entre “civilización” y sus otros. La continuidad de esta lucha fue puesta de manifiesto por el mismo régimen militar que, en 1979, celebró el centenario de la “Conquista del Desierto” con desfiles militares y publicaciones que elogiaban al General Roca, trazando un vínculo directo entre las expediciones del siglo XIX contra las naciones indígenas y la lucha contemporánea contra la “subversión marxista” (Gordillo 2020).

La caída del último régimen militar en 1983 y el juicio a los altos oficiales de las juntas militares que gobernaron el país durante la última dictadura marcaron una transformación significativa del panorama político nacional, orientando el debate político hacia la protección de los derechos humanos y el reconocimiento de los derechos de las minorías. El multiculturalismo neoliberal, originado en EE. UU., comenzó a impregnar los discursos políticos a nivel nacional e internacional, como lo ejemplifica la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas Pertenecientes a Minorías Nacionales o Étnicas, Religiosas y Lingüísticas de 1992. Parafraseando a Segato (1998), la modernidad—entendida como una construcción ideológica más que como una época histórica—pasó de la aspiración a la homogeneidad a la celebración de la diversidad. Como producto de este viento de cambio, en 1985 el gobierno federal promulgó la ley 23.302 sobre “Política Indígena y Apoyo a Comunidades Aborígenes”. Dirigida directamente a las comunidades y no a los individuos, la ley cumplió con la creciente tendencia—observada y cuestionada por Lenton (2010)—de adoptar el concepto de “comunidad” como epítome de la indigeneidad. Lenton (2010) argumenta que este enfoque impone sobre pueblos distintos una idea preformulada de colectividad, pasando por alto las múltiples posibilidades que existen dentro de las categorías indígenas.

Más específicamente, la Ley 23.302 reconoce el estatus legal de las comunidades indígenas, a las que define como grupos familiares que se autodenominan “comunidades indígenas”, basándose en su descendencia de poblaciones que habitaron el territorio durante la conquista y el período colonial (Art. 2). Para adquirir personalidad jurídica, estas comunidades deben inscribirse en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas (RE.NA.C.I.) establecido por la misma ley (Art. 2), que también crea el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) (Art. 5). El INAI está encargado de mantener este registro (Art. 6), emitir títulos de propiedad de tierras a las comunidades registradas (Arts. 7-9) y proporcionarles apoyo esencial mediante servicios técnicos (Art. 10), educativos y culturales (Art. 14). Estos últimos están destinados a asegurar la integración de las comunidades indígenas en la sociedad nacional, mientras ayudaban a preservar y potenciar sus identidades históricas y culturales únicas (Art. 14). Estas medidas muestran la tensión existente entre la aspiración del Estado de “destribalizar” a los pueblos indígenas—con el fin de alcanzar su atomización y perfecta integración en la sociedad nacional—y la necesidad estatal de espacializar y tribalizar su diferencia para contenerla y controlarla (Lenton 2010). 

Narrativas y políticas cambiantes bajo Menem—En 1992, bajo la presidencia de Carlos Menem (1989–1999), la conmemoración del 500º aniversario de la llegada de los colonizadores europeos a Abya Yala (nombre precolombino de las Américas)[8] desató un debate sobre los derechos de los pueblos indígenas en Argentina y en la región. La discusión implicó el cuestionamiento de la narrativa hegemónica construida sobre la noción de “descubrimiento” de un “Nuevo Mundo” y la idea del “desvanecimiento” de sus pueblos originarios. Surgieron nuevas contra narrativas que desafiaban la versión dominante de la historia, junto con nuevas demandas de reconocimiento de los derechos indígenas y la autodeterminación de las naciones indígenas. Como respuesta a este fermento político, en 1992 el gobierno federal promulgó la Ley 24.071, ratificando el Convenio N.º 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales. A diferencia del convenio anterior, criticado por su enfoque paternalista, el Convenio N.º 169 reconoció a los pueblos indígenas como actores políticos e introdujo medidas implícitamente dirigidas a garantizar su autodeterminación, entre las cuales la primera fue el reconocimiento de su derecho a la consulta libre, previa e informada (CPLI). Dos años después, en 1994, el Congreso Nacional modificó la Constitución federal de 1853, reemplazando el art. 64.15-que regulaba la relación del gobierno con los pueblos indígenas–por el art. 75.17, que establecía que:

“Corresponde al Congreso (…) reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones.”

La Convención Constituyente aprobó por unanimidad el artículo 75.17, pero los registros de la sesión revelan preocupaciones sobre el uso del término “preexistencia”, ya que algunos miembros temían que pudiera alentar aspiraciones separatistas entre los grupos indígenas. La palabra fue finalmente aceptada con el entendimiento de que se referiría a su preexistencia cultural e histórica sin comprometer ni cuestionar su estatus como ciudadanos argentinos. El artículo 75.17 refleja esta intención política al definir el grupo en cuestión como “los pueblos indígenas de Argentina”. En este sentido, aunque la mayoría de los discursos adjuntos a los registros enmarcaban a Argentina como una nación pluricultural y pluriétnica, reconociendo e incluso celebrando la diversidad, lo que distinguía a los pueblos indígenas debía cumplir con los límites y condiciones dictados por el Estado-nación.[9]

Finalmente, durante los dos gobiernos de Menem, el Estado se retiró gradualmente de la configuración de políticas indigenistas, mientras que ONG y fondos de cooperación internacional adquirieron un papel cada vez más relevante en esta tarea. Como escriben Castelnuovo y Boivin (2014), desde la década de 1980, las ONG pasaron a tener protagonismo como actores políticos en toda la región latinoamericana, tanto por su mayor conocimiento y cercanía con organizaciones de base, como por el cambio en las políticas de las agencias de financiamiento, que dejaron de ver a los Estados como los principales responsables del desarrollo. En términos más generales, bajo los gobiernos de Menem, se impulsaron una serie de reformas neoliberales que, a través del Plan de Convertibilidad y los Programas de Ajustes Estructurales, promovieron la privatización de sectores hasta entonces públicos, favorecieron la importación de productos extranjeros, y apuntaron a una mayor flexibilización del mercado laboral. Las reformas neoliberales implementadas por los gobiernos de Menem resultaron en una creciente desindustrialización del país, la devaluación del peso argentino, y la precarización de la población, desatando amplias protestas sociales que culminaron en diciembre de 2001 y llevaron a la renuncia del presidente De la Rúa (1999–2001).

Reconocimiento y luchas bajo los Kirchner—Néstor Kirchner (2003–2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007–2015) asumieron finalmente el liderazgo después del estallido social que se dio en el año 2001, manteniéndose en el poder durante más de una década. Basándose en el legado peronista, adoptaron un discurso pro-Latinoamérica, sustituyendo una vez más el proyecto de un país homogéneo y blanco por el de un mestizaje proveniente de diversas tradiciones culturales y étnicas. Específicamente, en lo que respecta a la postura del gobierno hacia los pueblos indígenas, los Kirchner dieron algunos pasos simbólicos hacia el reconocimiento de sus reivindicaciones. En este sentido, en 2006, el Congreso promulgó la Ley 26.160, que declaró el estado de emergencia respecto a las tierras tradicionalmente ocupadas por las comunidades indígenas con personería jurídica otorgada por el RE.NA.C.I. Dicha ley, con una validez inicial de cuatro años, suspendió cualquier acción legal destinada al desalojo de las comunidades indígenas de sus tierras tradicionales y creó un fondo especial de 30.000 millones de pesos para el relevamiento técnico, legal y catastral de las tierras indígenas. Para este propósito, en 2007, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas creó el Programa Nacional para el Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas (RE.TE.CI). Ese mismo año, el gobierno ratificó la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DNUDPI), que, por primera vez, reconoció expresamente el derecho de los pueblos indígenas a la autodeterminación (art. 3). Además, los Kirchner apoyaron firmemente la "Asociación de Vecinos Túpac Amaru", iniciada por Milagro Sala en Jujuy. Aunque el trabajo llevado a cabo por la asociación se enmarcó como una lucha de clases, gran parte de sus miembros y beneficiarios eran indígenas.

En este escenario político, el segundo malón de la paz bloqueó rutas nacionales en 2006, paralizando gran parte de la provincia de Jujuy y obligando al gobierno provincial a comenzar a distribuir más de un millón de hectáreas de tierras a las comunidades indígenas. De hecho, si por un lado el kirchnerismo adoptó discursos y prácticas más favorables en comparación con los gobiernos anteriores, por el otro respaldó la producción intensiva de soja en Salta donde millones de hectáreas de bosques fueron taladas y miles de familias indígenas desplazadas, especialmente en la región del Chaco (Gordillo 2020). Además, tras nacionalizar la petrolera YPF en 2012, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner llegó a un acuerdo entre YPF y Chevron, tristemente conocido por los daños ambientales y sociales causados en la Amazonía ecuatoriana. El acuerdo abrió la puerta a la fracturación hidráulica en Vaca Muerta, Neuquén, en el norte de la Patagonia. Estas decisiones contradicen el propósito de la Ley 26.160, que a pesar de haber sido extendida cuatro veces, no ha logrado ofrecer ninguna solución estructural y a largo plazo a las reivindicaciones territoriales indígenas debido a su carácter temporal y de emergencia. 

El regreso de la Argentina blanca y la criminalización de las luchas indígenas—La situación de los pueblos indígenas empeoró cuando Mauricio Macri sucedió a Cristina Fernández de Kirchner como presidente (2015–2019). A pesar de que durante su campaña prometió encontrar finalmente una solución a las demandas indígenas, Macri se presentó como el heredero de la misión civilizadora iniciada a fines del siglo XIX, tal y como lo demuestran las políticas neoliberales implementadas por su gobierno y la narrativa política que este impuso. El propio Macri vinculó explícitamente su administración al legado civilizador, afirmando que “la asociación entre el Mercosur y la Unión Europea es natural porque en Sudamérica todos somos descendientes de europeos” (Página12 2018), y refiriéndose a su programa para llevar infraestructuras e industrialización a las provincias norteñas como “la conquista del norte”. Como señala Gordillo (2020), el hecho de que para Macri “desarrollar” la parte más indígena y mestiza del país implicaba “conquistarla”, muestra su apego a la violencia fundacional de la Argentina blanca y su admiración por Roca. Estas operaciones discursivas y económicas de blanqueamiento fueron acompañadas por la criminalización de los pueblos indígenas, cada vez más representados y tratados como terroristas, una nueva tendencia en la historia de Argentina (CELS 2021; Defensoría del Público 2022). En este ambiente político, en 2021 el tribunal penal de Jujuy condenó a Milagro Sala por participar en una manifestación. Desde entonces se han presentado nuevos cargos relacionados con su manejo de los fondos de la Tupac Amaru y hasta el momento, la activista indígena sigue bajo arresto domiciliario. La criminalización de los pueblos indígenas llevó a su vez a la creciente militarización de sus territorios. El asesinato en manos de la policía de Rafael Nahuel, un miembro del asentamiento mapuche Lof Lafken Winkul Mapu en Río Negro,  en 2017, es un trágico ejemplo de esta tendencia.

La persecución política de los pueblos indígenas continuó bajo la presidencia de Alberto Fernández (2019–2023), con Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta. Alberto Fernández evitó romper con el discurso de blanqueamiento reintroducido por Macri y, siguiendo la línea de su predecesor, en 2021 declaró que “a diferencia de los mexicanos que descienden de ‘indios’ o de los brasileños que vinieron de la selva, los argentinos somos los descendientes directos de los europeos que llegaron a las costas americanas en barco”.[10] Las reivindicaciones territoriales indígenas siguieron siendo silenciadas y reprimidas violentamente, como lo demuestran los hechos de octubre de 2022, cuando una unidad especial de la policía federal irrumpió en el lof mapuche Lafken Winkul Mapu—el mismo que Rafael Nahuel defendía—– disparando y usando gas lacrimógeno contra mujeres y niños, arrestando arbitrariamente a siete mujeres y trasladándolas a Buenos Aires, lejos de sus familias. El evento provocó la renuncia de Elizabeth Gómez Alcorta como ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad en señal de protesta por lo ocurrido. En junio de 2023 estallaron protestas en Jujuy para oponerse a la reforma de la constitución provincial, que otorgaba al poder ejecutivo provincial facultades discrecionales para manejar tierras indígenas, violando así el derecho de los pueblos indígenas al consentimiento libre, previo e informado. A pesar de ser violentamente reprimidas, las protestas en Jujuy continuaron, culminando en el tercer malón de la paz. El malón llegó a Buenos Aires en agosto de 2023, permaneciendo allí hasta diciembre, hasta pocos días después de que Milei asumiera la presidencia. 

La elección de Milei como nuevo presidente de Argentina marca el capítulo más reciente en la evolución de la relación entre el Estado-nación argentino y los pueblos indígenas. En menos de un año, su administración ya ha promulgado varias medidas que han tenido un impacto severo en los pueblos indígenas y la sociedad argentina en general. Solo para mencionar algunas, el gobierno disolvió el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI); introdujo un nuevo régimen de promoción llamado RIGI para atraer inversiones extranjeras en sectores clave como la extracción de materias primas y el agronegocio; y disolvió el Registro Nacional de Comunidades Indígenas (RE.NA.CI). La dirección política y el discurso adoptado por Milei, junto con el impacto de las últimas medidas sobre los pueblos indígenas, serán analizados en futuros artículos.

¿Qué lugar ocupan las naciones indígenas en la Argentina contemporánea?—La figura del malón aparece repetidamente en este artículo, siguiendo la evolución de las políticas indigenistas de Argentina desde sus primeros días. Originalmente, se utilizaba para referirse a las incursiones indígenas contra los asentamientos europeos y para representar a los pueblos indígenas como salvajes que debían ser derrotados por el bien de la “civilización”. Desde 1946 en adelante, el término ya no evocaba la idea de librar guerra contra un enemigo externo, sino la negociación de la participación en el terreno político nacional. En su análisis de los varios usos del término “malón”, Gordillo (2020) también habla del “malón blanco”, una alegoría de la expansión expropiadora del Estado-nación argentino sobre los territorios indígenas, que reaparece a lo largo del tiempo bajo diferentes narrativas, presidencias y nombres. Al igual que el malón, la estatua en el parque de los Andes también asume nuevos nombres y significados, suspendida entre su función original de honrar la presencia pasada de un pueblo presuntamente desaparecido y la celebración de la lucha contemporánea de los pueblos indígenas, que, de hecho, nunca desaparecieron y siempre resistieron los intentos de silencio y blanqueamiento.

Estas resignificaciones y recontextualizaciones sugieren una condición de multiplicidad y ambivalencia que también se refleja en la manera en que los pueblos indígenas han sido representados y tratados por el gobierno federal a lo largo del tiempo: como salvajes a derrotar, someter y asimilar; como trabajadores a educar, asistir y proteger; como terroristas y criminales a castigar y detener por todos los medios. Finalmente, el propio gobierno federal permanece atrapado en esta ambivalencia, asumiendo simultáneamente el papel de protector de los derechos de los pueblos indígenas y, en muchas ocasiones, actuando en su contra. Este terreno incierto de significados y roles cambiantes puede traer más violencia y destrucción, pero también es la promesa de una historia inconclusa que puede llevarnos a encontrar otros significados y nuevas formas de existir juntos.




* En este texto, hago uso de la distinción de Lenton (2010; 2013) entre los términos “indigenista”, “indianista” e “indígena”. La autora define las “políticas indigenistas” como aquellas estrategias, prácticas y discursos adoptados por actores no indígenas con el objetivo explícito de beneficiar a los pueblos indígenas. Lenton nos explica que el término “indianista” surgió en los años 80 para referirse a aquellas políticas indigenistas elaboradas y formuladas por los propios pueblos indígenas, mientras que las “políticas indígenas” son aquellas formas de representación y estrategias de participación o autonomización perseguidas por organizaciones indígenas.

[1] Siguiendo la enseñanza de algunos de mi colaboradores indígenas en Buenos Aires, elijo no adoptar la imagen/narrativa de la conquista con la que a menudo se hace referencia a la colonización española, utilizando en su lugar el término 'invasión'. Como subrayan mis colaboradores, el término 'conquista' evoca un conflicto ocurrido en el pasado que ya concluyó, con una victoria y una derrota definitivas, y que resultó en la sumisión de los vencidos y del territorio que habitaban bajo el poder y control de los vencedores. En cambio, el uso del concepto 'invasión' implica una actitud crítica hacia el acto colonial, resaltando su naturaleza violenta e inconclusa.

[2] Según los datos difundidos por el INDEC en 2024, el 52,9% de la población nacional se encuentra por debajo de la línea de pobreza.

[3] Según el censo de 2022 realizado por el INDEC, 1.306.730 personas se identifican como indígenas, lo que corresponde al 2,9% de la población nacional. El censo identifica 58 pueblos indígenas dentro de las fronteras del Estado-nación argentino. Los grupos más numerosos son: mapuche, guaraní, diaguita, qom, kolla, wichí, quechua, comechingón, huarpe, mapuche tehuelche, aymara, moqoit, tehuelche, ranquel, mbyá guaraní, tonokoté, omaguaca, charrúa, atacama, pilagá, chané y chorote.

[4] Tal y como se destaca en la publicación “La Palabra Indígena” (Ruiz Díaz et al. 2024), los gobiernos provisionales de las naciones nacientes buscaron involucrar a la población indígena en la lucha contra las tropas realistas en ambos lados de la cordillera: “La idea de una nación argentina que incluyera la pluralidad de naciones indígenas estuvo presente incluso en el fallido proyecto de Manuel Belgrano de instaurar en América una monarquía constitucional con sede en Cuzco, para intentar construir un imperio sudamericano que incluyera al virreinato del Perú y a su vasta población indígena. El rey inca que quería proponer Belgrano era Juan Bautista Túpac Amaru, medio hermano de José Gabriel Condorcanqui—Túpac Amaru II—, el soberano inca ejecutado por los españoles en 1781, luego de liderar las revueltas indígenas en el Perú” (17).

[5] El mapuzugun—o mapudungun—es el idioma hablado por el pueblo mapuche. De acuerdo con los datos difundidos por el INDEC, el 29,3% de la población indígena en Argentina habla o entiende la lengua de su pueblo (INDEC 2024).

[6] Gordillo (2020) define la “Argentina blanca” como “un proyecto territorial y de clase que se manifiesta a nivel cotidiano en el deseo no siempre consciente de sentir que la geografía nacional es en gran parte europea” (10). El autor describe la percepción hegemónica de la blanquitud argentina como un “proyecto inconcluso” (12) que niega la diversidad racial dentro de la sociedad argentina, y que implica lo que Ann Stoler describe como “una condición afectiva de desatención” hacia ciertas características de la realidad (11).

[7] A finales del siglo XIX, los antropólogos argentinos, al igual que sus colegas europeos, trataban a los pueblos indígenas como objetos de estudio, tanto muertos como vivos, bajo el pretexto de preservar datos biológicos y culturales sobre pueblos considerados al borde de la extinción. En 1884, Francisco Moreno—quien había asistido al General Roca durante la Conquista del "Desierto" proporcionando información crucial para facilitar el control militar sobre las tierras indígenas—fundó el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. El museo albergaba miles de restos humanos de indígenas asesinados en las campañas militares. Moreno también trajo al cacique Inacayal y a su familia al museo, a quienes obligaron a vivir y trabajar dentro del mismo hasta que finalmente murieron. En 2001, Argentina aprobó la Ley 25.517, que obliga a los museos nacionales a devolver los restos indígenas a sus comunidades. El Museo de La Plata retiró sus últimos restos humanos de exhibición en 2006 (!).

[8] “Abya Yala” es el término que el pueblo Kuna de Colombia y Panamá usa para referirse al continente Americano. Se traduce como “tierra viva” o “tierra que florece”. El uso de “Abya Yala” en lugar de “América” integra una lucha decolonial más amplia, a través de la cual los pueblos indígenas desafían el legado colonial impuesto por los colonizadores europeos y perpetuado hasta hoy en día a nivel discursivo, físico y existencial. 

[9] Como señala Segato (1998), el beneficio de introducir nuevas identidades políticas reside en la posibilidad, por parte de los miembros del grupo definido, de reclamar acceso a recursos y garantías de derechos. Sin embargo, lo que se puede reclamar o desear está también determinado, como una finalidad impuesta. De esta manera, identidades sociales complejas, formas locales de “ser otro”, se reducen a categorías virtuales producidas a nivel nacional e internacional.

[10] Durante mi trabajo de campo, uno de mis colaboradores argumentó que la declaración de Fernández oculta un grano de verdad: que todos los argentinos son europeos, dado que Argentina es un estado colonizador que sigue ocupando tierras indígenas. Su punto de vista difiere del de otras personas indígenas, quienes se sintieron indignados por la declaración de Fernández, viéndola como la expresión de la invisibilización de los pueblos indígenas en nombre del proyecto hegemónico de blanqueamiento. Estas reacciones divergentes revelan distintas formas de relacionarse con el Estado y, en consecuencia, diferentes aspiraciones políticas: por un lado, rechazar al Estado en su totalidad, y por el otro, buscar reformarlo desde dentro.


Referencias

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